jueves, 12 de febrero de 2009

Sí, pero de naturaleza etérea


Subió el escalón con sumo cuidado, apoyando una mano en la pared y alzando al aire la otra para encontrar el equilibrio. Se estabilizó y miró al vacío para centrarse en sus sensaciones. Los dos pies estaban apoyados y no apreciaba la más mínima oscilación. Esperó, como era su costumbre, y tomó impulso mientras cerraba los ojos para alcanzar el siguiente nivel. Lo mismo. Nada ocurrió. Sus dos pies parecían haber echado raíces y apoyaban completamente sobre la estrecha superficie. Notó sus dedos abrirse y sonrió pensando en los palmípedos. El tercero, cuarto y consecutivos escalones parecían llamarla. Incrementó el ritmo y, sin darse cuenta cómo, estaba mirando desde lo alto, desde una distancia de vértigo... Y se imaginó rodeada de tallos y de habichuelas mágicas.

Comenzó a avanzar por el largo pasillo. Ya no adelantaba un pie parando cuando el otro llegaba a la misma posición, ni sintió un escalofrío cuando la luz que entraba por los ventanales del largo recorrido dibujó espectrales luces y sombras que se cruzaron en su camino. Ninguna de esas sombras se le apareció con forma humana. Tampoco tanteó la pared buscando esa llave que le devolvería la luz –y por lo tanto, la tranquilidad- con la ansiedad de antaño. Miraba su objetivo, la puerta al final del pasillo, sin preguntarse nada sobre la oscuridad, los ruidos o la ausencia de personas cerca. Nada. Su mente era una balsa de aceite, y su cuerpo avanzaba con paso firme, taconeando y deleitándose con el sonido de sus pasos sobre la vieja tarima. Crujía... sí, ¿y qué? Deliciosa melodía que ponía banda sonora a su recién estrenada valentía.

Les miraba sin inmutarse, con pausa, con tranquilidad, preguntándose por qué ahora veía a los otros como lo que eran, como lo que habían sido siempre: cuerpos que sobrevivían bajo el peso de unas almas que, a ratos, les atormentaban. Vio ceños adornados con el frunce de una vida de miedos, ilusiones frustradas, envidias, añoranza, esperanza, dolor... vio surcos de sufrimiento y entendió que los rostros son únicos, pero no por su estructura, ni por las facciones, sino porque las experiencias vitales hacen mella en nuestra psique, y es así como lo compartimos con otros, permitiendo a nuestro rostro hablar por nosotros, decir aun estando callado. Y sus cejas no se alzaron ni sus ojos se entornaron: relucía tersa como nunca.

Ahora, cuando anda, nota el suelo bajo sus pies... aunque de cuando en cuando se rebela y hasta se permite caminar unos pasos de puntillas.