sábado, 1 de noviembre de 2008

Un jueves cualquiera


Como tantos otros jueves cogí el tren de las 18:00 de la tarde. El mismo viaje, el mismo paisaje pero distintas personas. Nunca son las mismas, a pesar de la rutina semanal. A veces coincides con alguna azafata o con el azafato-camarero que atiende en el bar, y son estas las únicas caras reconocibles de una a otra semana. Llegada a la estación y comienzo ya del viaje; no del recorrido sino de la aventura que supone entrar en un tren lleno de gente, como tú, como yo, o acaso tan diferentes. La tienda de revistas; no cabe un alma. Maletas golpeando y tratando de hacerse hueco entre los estrechos pasillos, personas alzando la vista y pidiendo disculpas, billetes entre los labios a falta de manos y ese hombre que me empuja al pasar, girándose de inmediato para excusarse, sin dejar de avanzar con prisa. Ese mismo hombre que, minutos antes, me miraba con curiosidad cuando he entrado en la tienda: gabardina verde, pelo cortado al uno e inmensas patillas, y lo recuerdo porque yo también le he mirado. Salgo pidiendo paso y las pertinentes disculpas, con mi billete entre los dientes, las revistas apoyadas en algún lugar entre mi mano y mi cadera y el cambio entre los dedos que tratan de empujar la maleta. ¿Por qué siempre voy por la vida con maneras de malabarista? Hoy el tren ya se encuentra en la vía, lo que me hace respirar aliviada al pensar que no estaremos todos pendientes de una pantalla que dará la salida para el comienzo de la carrera. ¿Por qué la gente corre si todos tenemos un asiento asignado? Una “amable” azafata sella mi billete y gruñe algo que parece ser un “vagón número 2”, aunque he de buscar mi papel para comprobarlo, porque ni me ha mirado y así es imposible leerle los labios a nadie. Me dispongo a bajar la rampa mecánica, no sin antes colocar mi maleta detrás de mis piernas. Las maletas de cuatro ruedas, en combinación con las rampas de Atocha, pasan a tener vida propia... y no estoy dispuesta a bajar corriendo impulsada por su peso, otra vez no.... y menos hoy, teniendo en cuenta la altura de los tacones de mis botas. Busco mi coche sin dejar de mirar a las ventanillas y a las personas que ya están dentro. Poca actividad en los vagones aún. Llego, entro y trato de alojar mis pertenencias en algún lugar... ¡ahora entiendo por qué corren! Me las veo y me las deseo pero al fin me libero del peso. Busco mi asiento con relativa rapidez y seguridad (ya son muchos viajes) y veo que ya hay alguien sentado al lado. Cierro los ojos durante un segundo y rezo algo muy cortito para que quien va a acompañarme durante esas cuatro horas no sea: a) un mochilero que no se ha duchado desde que comenzó su viaje, b) alguien que no respeta los silencios y que habla sin parar, c) un hombre o mujer con rastas (me estaría picando la cabeza todo el trayecto), d) una de esas personas que hace de su asiento (y del de los demás) su casa y no duda en descalzarse o robarme parte del escaso espacio. Me asomo con los ojos medio cerrados, con ese gesto del que quiere ver la película de miedo pero no quiere verla, y respiro por segunda vez desde que entré en la estación. Hoy es un hombre que ronda los cuarenta con pinta de aseado. He tenido suerte. Le saludo amablemente y me siento. Comienza el despliegue: dos libros- en este caso “Octaedro” de Cortázar y “Trilogía De Nueva York” de Auster- dos revistas –una de moda y otra de cotilleos- mis gafas de pasta azul, chicles, un chupa-chups kojak, galletas filipinos, mi teléfono móvil, y el i-pod. Levanto la cabeza, en un acto reflejo, al escuchar a alguien que entra hablando a gritos con su móvil: “sí, una puta conferencia en Valencia... brrrrr”, y al pasar me doy cuenta de que esa gabardina verde me suena, y que el tipo se va a sentar dos asientos por delante del mío, exactamente en el 4 a. Y pronto me hago una idea de a qué categoría pertenece; no tengo más que observar como mira a las personas de los asientos de alrededor, apoyando el teléfono en su hombro mientras se quita la gabardina, también ahora con prisas. Y por supuesto, me mira dos veces en el intervalo de dos segundos, al darse cuenta de que ya nos vimos hace un rato; incluso intimamos tanto que me empujó. Ojeo una de las revistas, compruebo la hora y si me ha llegado algún mensaje y espero a ver quién se sienta frente a mi (sí, el día que cargo con el ordenador no me dan asientos de cuatro con una mesa entre medias... pero hoy sí) Y no tarda en aparecer una pareja de chicos de unos veintitantos años que comprueban con cierta desilusión que no van sentados juntos, sino que les separa el pasillo. No dicen nada ni piden a nadie que les cambie el asiento, a pesar de que uno de ellos tendrá que viajar al lado y encarado con una madre y dos niñas pequeñas. Podría haberles ofrecido el mío, pero después del despliegue... Llega la chica que ocupa el cuarto asiento justo cuando el tren empieza a moverse. Y no hemos hecho más que salir de la estación y ya he podido fijarme en el hombre con pinta de pijo trasnochado que se asoma al vagón desde la cafetería. Pelo con entradas, muy rizado y engominado, y patillas. Pantalón levi´s desgastado, camisa rosa y jersey gris de Ralph Laurent. ¿Llevará castellanos? No puedo ver tanto desde mi posición, aunque ganaría si apostara. Con algún kilo de más, cara de interesante y el periódico entre las manos. Hace que lee, pero pasa más tiempo escaneando a las mujeres que fijando la mirada en el papel. Y de vez en cuando sonríe como si alguien se hubiera percatado de su presencia. Me pregunto qué hará aquí y a donde irá, aunque no le presto más atención y comienzo mi lectura. Apenas habla nadie y la gente se coloca los auriculares para poder ver la película. “Los falsificadores”, creo que paso. Si por algo opto por el tren en vez de viajar en coche es precisamente para regalarme cuatro horas de lectura, de momentos en los que pensar con la vista perdida, escuchar música sin que nadie me moleste, jugar a seguir el paisaje sin marearme o charlar con alguien interesante que se siente cerca, algo que no ocurre casi nunca porque mi gesto y mi deseo de abstraerme durante esas horas no invitan. Primeros ronquidos y voces de niños. Uno en particular arranca a reírse a carcajadas, de esa manera espontánea en la que sólo se ríen los niños. Me contagia la risa. Levanto la vista de mi libro y me asomo. No puedo verle a él porque está sentado en mi misma fila, aunque veo a su madre al otro lado del pasillo, hablando tras un ratón de trapo que gruñe porque el niño le ha lanzado por los aires, y entiendo por qué no puede evitar las carcajadas. Pienso que eso es una madre, la que está todo un viaje entreteniendo a un niño, de no más de tres años, que necesita moverse y hablar y levantarse y preguntar, y no aquella que no pararía de regañarle por no estar quieto y sentado. La sonrío. Me ve. Vuelvo a mi lectura y una sensación de placidez me acompaña un buen rato. Sigo escuchando la risa como música de fondo. Siempre ocurre lo mismo: en el momento en el que acaba la película el tren comienza a animarse. La gente se levanta, visita la cafetería, se estira o se muestra más habladora. Y esto último es lo que ocurre con la “pareja” que tengo justo enfrente: la valenciana y el uruguayo. Él aprovecha que ella se levanta para preguntarle por su lectura en el momento en el que vuelve a sentarse. Ella, con un libraco que da miedo sobre psicología vial, agradece no tener que ponerse a leer y comienzan a conversar. No pasa mucho tiempo y observo- sin apenas alzar la vista de mi libro- que ella juega con un mechón de su pelo mientras hablan... Y no puedo evitar acordarme de Flora Davis y sonreír, porque cada vez es más expresiva y las palmas de sus manos se orientan hacia el curioso uruguayo. Al principio pienso que es Argentino, aunque esa forma de pronunciar tan cerrada y la lentitud y encanto con la que arrastra las “elles” me hacen dudar. Es él quien habla sobre su procedencia. A ratos leo, a ratos escucho su conversación y en algunos momentos pego mi cara en el cristal, cercándola con ambas manos, y trato de ver algo del exterior, pero es noche cerrada y hay demasiada luz dentro del coche. Desisto y continúo cotilleando. El otro uruguayo habla animadamente con la mamá que le tocó por compañera. Por su aspecto y la ausencia de alianza concluyo que está divorciada. Botas de caña alta sobre unos vaqueros muy ceñidos y pelo largo y rubio sujeto por una coleta. Una suerte de Ana Obregón. La chica que hablaba con el uruguayo se vuelve a levantar, y este recibe un sms en su móvil. Se lo enseña a su amigo, se ríen y pregunta en voz alta con la esperanza de que alguien le responda: “¿Qué significa borde?”. Y como en un “brainstorming” empiezan a lloverle respuestas de los asientos cercanos: “maleducado” dice uno, “mala persona” dice otro, yo le miro, tuerzo la boca y niego con la cabeza. Relee el sms y repite, con cara de susto, para que todos le oigamos: “me caíste bien pero eres un poco borde”. Nos mira y dice: “¿de verdad significa eso? Y no sabe si reírse mientras le vuelve a mostrar el teléfono a su compañero o llorar. Está desconcertado. Yo, para mis adentros, pienso que el mejor sinónimo es antipático o quizá seco, pero me callo. Hay demasiadas personas en esa conversación. Ahora soy yo quien se levanta y va a la cafetería. Llevo dudando un rato porque el pijo trasnochado lleva todo el viaje allí, asomándose, y no me apetece demasiado quedarme parada junto a él. Pero necesito estirar las piernas e hidratarme. Y entro. Permanezco un rato apoyada en la barra mirando como el limón flota sobre mi bebida. Relleno el vaso de poco en poco y juego todo el tiempo a lo mismo; conseguir que el limón flote y no se quede pegado a las paredes, aunque tratar de concentrarme en semejante banalidad no apacigua mi incomodidad por notar al pijo a mi espalda babeando. Antes de salir tengo que arrancarme los pegajosos ojos del tío del culo; lo hago con un manotazo y no me digno ni a mirarle. Más o menos lo que le ha venido pasando todo el camino. Vuelvo a mi asiento y me dispongo a escuchar a Keane: “Perfect Symetry”. El martes que viene les veré en concierto y quiero habituarme antes a estas nuevas canciones, aunque, por supuesto, son las antiguas las que me harán vibrar. Llegamos a la estación Nord de Valencia y espero, como tantas otras veces, quedarme casi sola en el vagón, pero hoy apenas baja nadie. Bueno, sí, el moreno de gabardina verde al que no he vuelto a ver en tres horas. Y en ese momento recuerdo los cuentos que esta misma mañana leía de Cortázar: “Manuscrito hallado en un bolsillo” y “Cuello de gatito negro”, y pienso que a pesar de los juegos que imagina la gente, de las ventanillas y las miles de posibilidades que pueden darse en lugares tan concurridos como los metros o los trenes, la mayoría de las veces las interacciones quedan en un rato de conversación, sin más. Ni un intercambio de correos ni de teléfonos y ya ni decir tiene el abandonar tu destino inicial y aventurarte a bajar allí donde el destino o el amante ocasional decida. ¿O acaso he dejado pasar experiencias de las que ni me percaté por ir por el mundo con una venda en los ojos?. Es posible. El caso es que siempre me gustó buscar la imagen plana en las ventanillas, mucho más misteriosa y excitante que la tridimensional... las miradas en espejo siempre me resultaron más profundas y penetrantes. Quizá fue eso. Preferí la imagen al ser de carne y hueso. No pasa demasiado tiempo cuando veo que la gente empieza a revolucionarse. Movimiento de abrigos, bolsas, maletas... Desde que conecté el i-pod, me he perdido en mis pensamientos y apenas me he dado cuenta de esos 50 minutos que han transcurrido desde Valencia a Castellón. Me desperezo como una gata, recojo mis múltiples cosas y me doy cuenta de que estoy muy cansada y con ganas de cobijarme en el abrazo reconfortante que me espera en la estación. Mañana lluvia, nubes, humedad o viento huracanado... pero también el Mediterráneo. Ese que me da tanta paz y me arrulla con sus olas.

Dibujo: Mark Langley. 2-6-0 standard locomotive stood at Leeds CityPencil - 59 x 36 cm