jueves, 13 de noviembre de 2008

Rendijas

Dave McKean. (Detalle)

Cerró las puertas y las ventanas, miró al suelo, corrió a por trapos y, arrodillándose con el ímpetu y la flexibilidad de un niño, quiso tapar hasta el último hueco o rendija por el que se pudiera escapar. Fue de un lado a otro sin ser capaz de fijar la mirada, jadeando, sin apenas poder respirar... sabiendo que tenía el tiempo contado y que cualquier error, cualquier poro por minúsculo que fuera, podía convertirse en un dique de contención que de pronto se desbordara arrastrando y asolando todo cuanto encontrara a su paso.

Escuchaba el silencio día y noche, prefiriendo hacerlo a oscuras para aguzar más el oído, dejando de respirar en cuanto creía oír algún silbido que indicase que algo no había quedado sellado...

Y lloraba, se balanceaba y rezaba pidiendo a Dios que aquello tan valioso no se le escapara. Que sus deseos, propósitos y esfuerzos por evitarlo sirvieran para algo. Que la presión, el miedo, la incertidumbre y la desazón desaparecieran, para así poder sacar el corazón de su bolsillo, ese que ahora era ceniciento y viscoso y tenía pegado hilos, pelusas, trozos de kleenex, una moneda de céntimo y las dos entradas de una película que hacía poco habían visto en el cine, y conseguir devolverlo a la vida y escucharlo latir con la fuerza y el color del primer llanto de un recién nacido: un llanto de vida, esperanzas e ilusión. Un llanto granate rabioso.

Y el aire dejó de entrar y con ello el flujo de oxígeno.

Y no dormía temiendo no descubrir la grieta.

Y tanto temblaba que sentía las paredes vibrar.

Y ahí se quedó parada, esperando callada, ahogándose en el silencio y la humedad, mirando a todos lados sin mover más que los ojos, y anhelando hasta el dolor que quedara algo que poder conservar y abrazar.