jueves, 26 de febrero de 2009

¿Por qué...

...cuando esta canción no suena en mi i-pod no deja de sonar en mi cabeza?

No he visto esta película, hasta hace unos días no creía haberla escuchado, pero ahora me acompaña en muchos momentos... Y es que sólo la música es capaz de removernos así sin saber por qué...

The Swell Season: "Falling Slowly" (BSO de la película "Once")

sábado, 21 de febrero de 2009

Mirar para ver

" Pasadizo subterráneo de Banco de España". Madrid.

Camina una brumosa mañana de sábado por el centro de su ciudad. Está cansada y le pesan los pasos. Ya vuelve a casa y va pensando que le gustaría poder teletransportarse y así ahorrarse la vuelta en metro. Está en una zona que bulle de extranjeros que tratan de aprovechar el día acudiendo a primera hora a las pinacotecas de visita obligada. Ha estado entre ellos. Pero no está de viaje y no necesita días de 30 horas. Sólo necesita volver a casa y descansar.

Entra en el metro. A esta estación se accede a través de una red de subterráneos que harían palidecer al más valiente. Se pregunta cómo es posible que bajo la fuente de Neptuno, el orín, la suciedad y la pobreza se mezclen con los miles de foráneos y habitantes de la ciudad que han de acceder a diario a uno de sus más afamados y veloces transportes públicos. Está sola y se arrepiente de no haber tirado en otra dirección. Pero ya ha entrado. Y el cansancio le puede.

Túnel largo. Mugre. Silencio. Desconcierto...

Como afluentes de un río, los pasillos van quedando a su derecha. Un, dos, tres, cuatro, cuenta... O quizá son tres... la vista no le alcanza más.

Silencio y el retumbar de sus pasos. Cada vez camina más deprisa, o esa sensación tiene.

Sí, cree que son tres. Se asoma al primero. Para en seco. Y se arrepiente...

Mantas. Cartones. Luces que parpadean. Más suciedad. Y dos figuras...

Se queda clavada en el suelo. Un, dos, tres, vuelve a contar...

Gritos. “¡Ehhhh, el metro es por aquí!”.

Duda si continuar. Entrar en ese “afluente” supone pasar ante las figuras... Esas que le gritan y esperan. Se asoma queriendo continuar. No ve nada. En ningún sitio.

Recuerda haber estado allí antes y haber recorrido varios pasillos antes de dar con el correcto. Se arriesga. Entra. Se va acercando a las figuras.

Le hablan. No sabe si mirar, correr o dar marcha atrás. Esta última ya no es una opción. Las figuras la miran y caminan formando un ángulo recto con su trayectoria. Se cruzarán en su camino.

Ahora escucha lo que le dicen. Total... lo que tenga que ser, será. Mejor optar por sonreír. Es un principio psicológico: si crees que vas a ser una víctima, mira a tu verdugo a los ojos. Que vea a la persona y no a la víctima anónima... y si es posible, dile tu nombre.

Sus palabras: “mucha gente sigue de largo aunque les avisamos, no nos hacen ni caso, ¡es por aquí!”

Él, sudamericano. Unos 30. Muy dejado.

Ella, muy joven. Española. En chándal. Está limpia.

Están de pie. Quieren hablar.

Cuando pasa a su lado se da cuenta de que lo que dicen es cierto. La entrada está un poco más adelante. Se han acercado y la miran mientras siguen hablando.

Espera que le pidan dinero por la información. Espera algo. Y sigue sonriendo. Les da las gracias verbalmente y alzando la mano. Pero no pasa nada... excepto ella.

Escucha a su espalda una frase pronunciada por la chica. Se dirige a él pero es un pensamiento en voz alta: “estamos viviendo en la calle pero no somos tan mala gente, ¿no, Mario?

Y siente vergüenza...

Y una vez en lugar seguro se arrepiente de no haberse parado, haberles preguntado qué les ha llevado a tener que vivir allí (sobre todo a ella) y haberles retratado, a ellos y su mugriento subterráneo, para esta entrada de blog.

Se arrepiente de verdad...

Seguro que gustosos habrían pasado su brazo por el hombro del otro y habrían posado para ella.

jueves, 12 de febrero de 2009

Sí, pero de naturaleza etérea


Subió el escalón con sumo cuidado, apoyando una mano en la pared y alzando al aire la otra para encontrar el equilibrio. Se estabilizó y miró al vacío para centrarse en sus sensaciones. Los dos pies estaban apoyados y no apreciaba la más mínima oscilación. Esperó, como era su costumbre, y tomó impulso mientras cerraba los ojos para alcanzar el siguiente nivel. Lo mismo. Nada ocurrió. Sus dos pies parecían haber echado raíces y apoyaban completamente sobre la estrecha superficie. Notó sus dedos abrirse y sonrió pensando en los palmípedos. El tercero, cuarto y consecutivos escalones parecían llamarla. Incrementó el ritmo y, sin darse cuenta cómo, estaba mirando desde lo alto, desde una distancia de vértigo... Y se imaginó rodeada de tallos y de habichuelas mágicas.

Comenzó a avanzar por el largo pasillo. Ya no adelantaba un pie parando cuando el otro llegaba a la misma posición, ni sintió un escalofrío cuando la luz que entraba por los ventanales del largo recorrido dibujó espectrales luces y sombras que se cruzaron en su camino. Ninguna de esas sombras se le apareció con forma humana. Tampoco tanteó la pared buscando esa llave que le devolvería la luz –y por lo tanto, la tranquilidad- con la ansiedad de antaño. Miraba su objetivo, la puerta al final del pasillo, sin preguntarse nada sobre la oscuridad, los ruidos o la ausencia de personas cerca. Nada. Su mente era una balsa de aceite, y su cuerpo avanzaba con paso firme, taconeando y deleitándose con el sonido de sus pasos sobre la vieja tarima. Crujía... sí, ¿y qué? Deliciosa melodía que ponía banda sonora a su recién estrenada valentía.

Les miraba sin inmutarse, con pausa, con tranquilidad, preguntándose por qué ahora veía a los otros como lo que eran, como lo que habían sido siempre: cuerpos que sobrevivían bajo el peso de unas almas que, a ratos, les atormentaban. Vio ceños adornados con el frunce de una vida de miedos, ilusiones frustradas, envidias, añoranza, esperanza, dolor... vio surcos de sufrimiento y entendió que los rostros son únicos, pero no por su estructura, ni por las facciones, sino porque las experiencias vitales hacen mella en nuestra psique, y es así como lo compartimos con otros, permitiendo a nuestro rostro hablar por nosotros, decir aun estando callado. Y sus cejas no se alzaron ni sus ojos se entornaron: relucía tersa como nunca.

Ahora, cuando anda, nota el suelo bajo sus pies... aunque de cuando en cuando se rebela y hasta se permite caminar unos pasos de puntillas.